
El teatro en España empezó con el Teatro Medieval, más tarde se inicia el camino de la modernización que culminará en la creación de un  género: la comedia nueva del siglo XVII.
El siglo XVI es, por tanto, un momento de búsqueda y convivencia de varias  tendencias: la dramaturgia religiosa (Gil Vicente), el clasicismo (Juan de la  Cueva), los italianizantes (Juan del Encina, Bartolomé Torres Naharro) y la  tradición nacionalista (Juan de la Cueva). La obra dramática más importante de  este período es 
La Celestina de Fernando de Rojas.
El siglo XVII es el siglo de oro del teatro en España. Es un momento en el que  las circunstancias sociales y políticas determinan una situación excepcional: la  representación pública se convierte en el eje de la moral y la estética.
Cervantes, el gran novelista español, no obtuvo el éxito que creía merecer en el  teatro y esto se debió, probablemente, a que su teatro tenía unas  características que no respondían a los gustos del público en cambio Lope de Vega acertó con el gusto del público barroco cuya intención al acudir al teatro era  entretenerse, pasar un buen rato, más que asistir a un ‘acto cultural’.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX no se produce en España la renovación  del arte dramático que sucede en otros países gracias a la obra de directores y  autores como Stanislavski, Gordon Craig, Appia, Chéjov o Pirandello.
Benito Pérez Galdós, otro autor de reconocido prestigio, es un caso diferente.  Galdós se atrevió a crear unos personajes femeninos que, como la protagonista de  su drama 
Electra (1901), se enfrentan al fanatismo y al oscurantismo. Las  obras de Jacinto Benavente señalan el final del tono melodramático,  grandilocuente y declamatorio en el teatro. Benavente inicia con 
Los  intereses creados (1907) o 
La malquerida (1913) el realismo moderno.
El teatro de Valle-Inclán no recibió en su momento la consideración que merecía,  como tampoco la recibieron el resto de los autores de la generación del 98:  Azorín, Pío Baroja o Unamuno. Son una excepción los hermanos Machado, que  obtuvieron un gran éxito de público con dramas como 
La Lola se va a los  puertos (1929) o 
La duquesa de Benamejí (1932).
Con la vuelta de la democracia se produjo una renovación del teatro oficial.  Directores, hombres y mujeres de teatro hasta entonces vetados —Miguel Narros,  Nuria Espert— y otros nombres nuevos, como Lluís Pascual, acceden a la dirección  de los teatros nacionales, centrando sus programaciones en los grandes  dramaturgos clásicos y contemporáneos y recuperando a los autores españoles del  98 y principios de siglo, como Lorca o Valle-Inclán.